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Inteligencia artificial y el lenguaje de oficinista

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El riesgo de abusar de la automatización radica en que estamos convirtiendo nuestras interacciones cotidianas en comunicación enlatada, aséptica e intercambiable.

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No se lo digan a nadie, pero sospecho que llevo semanas intercambiando correos electrónicos con una inteligencia artificial. Una persona de mi trabajo suele responderme mensajes con una cordialidad que no le reconozco (en parte porque apenas hemos convivido presencialmente). No me refiero a calidez o afecto, sino a las palabras que usa y las ideas que expone.

Esta persona inicia sus mensajes repitiendo lo que yo dije; hace pequeños resúmenes de las instrucciones que le doy, y remata con expresiones aseñoradas. Es cierto que en ambientes de trabajo nuestro lenguaje tiende a reducirse a fórmulas y convenciones antiquísimas, pero la IA está replicando este fenómeno bajo sus propias reglas.

Cada uno hace con el lenguaje lo que quiere y lo que puede. De eso se trata: de reflejar nuestra identidad a través de las palabras que usamos y la forma en que las expresamos, ya sea de manera oral o escrita. Algunos rasgos de la personalidad se asoman cuando escribimos con mayúsculas, sin signos de puntuación o usando emojis. Incluso, lingüistas como Gretchen McCulloch indican que terminar los mensajes de texto con punto final puede interpretarse como un gesto rudo (a todos mis contactos de WhatsApp: perdón).

Por supuesto, nuestro lenguaje también depende del contexto. Así como Big Brother puso de moda la palabra “güey” y en algún momento decidimos que “neto” debería ser femenino para hablar de “la neta”, el internet también tiene su propio vocabulario: desde palabras incorporadas al diccionario como ‘espóiler’ o ‘pódcast’, hasta extranjerismos crudos como cringe, prime, aesthetic y brat.

Podría decirse que nuestra forma de hablar es una mezcla entre las palabras y expresiones que conocemos y lo que se vuelve “tendencia” en nuestro entorno. ¿No les ha pasado que, sin darse cuenta, adoptan modismos de sus amistades, de su pareja o de sus compañeros de trabajo? El problema surge cuando ese puñado de códigos compartidos crece y provoca que todos terminemos hablando igual.

Regresando al tema inicial, el problema de que la IA nos escriba los correos electrónicos es que nuestro sello personal se pierde en el camino. Cuando recibo correos de la persona de mi trabajo que automatiza sus respuestas, no puedo saber realmente qué piensa, de qué humor se encuentra o incluso cómo le gusta que se le trate. Sus mensajes dejan de ser pensamientos propios y se convierten en el resultado de un procesamiento del lenguaje natural.

Pensemos en un caso paralelo. Cuando se puso de moda que todo el mundo recreara postales de su vida con el estilo de Estudio Ghibli, la idea se volvió monótona en cuestión de días. Miles de imágenes se reciclaron sin fin y la autoría se perdió: ya no representaban ni el mundo de Hayao Miyazaki ni a las personas retratadas. Era todo igual, sin espíritu ni sentido.

Este efecto no es nuevo en el lenguaje de oficinistas. Cualquier servidor de correo electrónico te permite enviar respuestas automáticas del tipo “Recibido, ¡muchas gracias!” o “Enterado”, que se basan en los lugares comunes de la retórica business casual: “Estimados”, “Sin otro particular” y el infame “Saludos cordiales”.

El riesgo de abusar de la automatización radica en que estamos convirtiendo nuestras interacciones cotidianas en comunicación enlatada, aséptica e intercambiable. Y si consideramos que pasamos al menos 40 horas a la semana hablando y escribiendo a través de una IA, ¿dónde queda nuestro verdadero yo?

He visto a la referida persona de mi trabajo una o dos veces a lo mucho. Mi única oportunidad para conocerla está entre computadoras. Si mis sospechas son ciertas, llevo meses interactuando con alguien de quien no conozco su voz, sus ideas ni sus sentimientos. ¿Quién me dice que no estoy hablando con un avatar auspiciado por ChatGPT? Ojalá esta persona solo se haya quedado sin palabras.

Publicado originalmente en Ambas Manos.
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Material gráfico
Misael Chirino Durán
Fotografía
Ramón Tecólt González

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